Déjenme decirles, a riesgo de parecer ridículo, que el revolucionario verdadero está guiado por grandes sentimientos de amor. Es imposible pensar en un revolucionario auténtico sin esta cualidad.
Quizá sea uno de los grandes dramas del dirigente; éste debe unir a un espíritu apasionado, una mente fría y tomar decisiones dolorosas sin que se contraiga un músculo. Nuestros revolucionarios de vanguardia tienen que idealizar ese amor a los pueblos. No puede descender con su pequeña dosis de cariño cotidiano hacia los lugares donde el hombre común lo ejercita. Hay que tener una gran dosis de humanidad, una gran dosis de sentido de la justicia y de la verdad, para no caer en extremos dogmáticos, en escolasticismos fríos, en aislamiento de las masas. Todos los días hay que luchar por que ese amor a la humanidad viviente se transforme en hechos concretos, en actos que sirvan de ejemplo, de movilización.