En otras ocasiones, la liberalización terminó con violencia. En la época de la Primavera de Praga, el partido comunista checoslovaco, dirigido por Alexander Dubcek, pidió una reforma de enfoque evolucionista, una economía descentralizada y un sistema político democratizado. Los tanques soviéticos entraron en Praga y aplastaron el movimiento reformista unos meses después, y Dubcek fue apartado del poder. En agosto de 1980, el partido comunista polaco legalizó el sindicato Solidaridad, un movimiento de base que al final llegó a reunir a diez millones de trabajadores, estudiantes e intelectuales. Ese experimento terminó un año y medio después, cuando el partido comunista declaró la ley marcial, prohibió Solidaridad y también sacó los tanques a las calles. Con el tiempo, las naciones de Europa del Este empezaron a tener mucho menos en común. Llegada la década de 1980, Alemania del Este tenía el mayor Estado policial, Polonia las cifras más elevadas de asistencia a misa, Rumanía la más terrible escasez de alimentos, Hungría el nivel de vida más alto, y Yugoslavia la relación más relajada con Occidente. Sin embargo, en un sentido estricto, todos seguían siendo muy parecidos: ninguno de los regímenes parecía darse cuenta de que eran inestables por definición. Pasaban de una crisis a otra, no porque fueran incapaces de afinar sus políticas, sino porque el propio proyecto comunista era imperfecto. Al intentar controlar todos los aspectos de la sociedad, los regímenes habían convertido todos los aspectos de la sociedad en una forma de protesta en potencia. El Estado había dictado elevadas cuotas de producción diaria para los trabajadores, de modo que la huelga de los trabajadores de Alemania del Este en contra de las elevadas cuotas de producción se convirtió rápidamente en una protesta contra el Estado. El Estado había dictado qué artistas podían pintar y qué escritores podían escribir, de modo que un artista o un escritor que pintara o escribiera algo distinto se convertía también en un disidente político. El Estado había dictado que nadie podía formar organizaciones independientes, de modo que quien formara una, por insignificante que fuera, se convertía en un opositor del régimen. Y cuando era mucha gente la que se incorporaba a una organización independiente —cuando unos diez millones de polacos se afiliaron al sindicato Solidaridad, por ejemplo—, de repente el propio régimen corría peligro. La ideología comunista y la teoría económica marxista-leninista contenían las semillas de su propia destrucción también en otro sentido. Las reivindicaciones de legitimidad de los gobiernos de Europa del Este se basaban en promesas de prosperidad futura y de un nivel de vida elevado, en teoría garantizados por el marxismo «científico». Todos los carteles y pancartas, los discursos solemnes, los editoriales de los periódicos, y finalmente los programas de televisión hablaban de un crecimiento cada vez mayor. Y aunque hubo cierto crecimiento, nunca fue tan elevado como la propaganda quiso hacer creer. El nivel de vida jamás aumentó de manera tan rápida y notable como en Europa occidental, un hecho que no pudieron ocultar durante mucho tiempo. En 1950, Polonia y España tenían un PNB muy similar. En 1988, el de Polonia se había multiplicado por dos y medio, mientras que el de España se había multiplicado por trece[1]. Radio Free Europe, los viajes y el turismo hicieron evidente esa brecha, que no hizo más que agrandarse a medida que los cambios tecnológicos se aceleraban en Europa occidental. El cinismo y la desilusión crecieron al mismo ritmo, incluso entre quienes en un primer momento habían depositado sus esperanzas en el sistema. Los cuadros de jóvenes comunistas sonrientes de los años cincuenta dejaron paso a los huraños y apáticos obreros de los años setenta, a los estudiantes e intelectuales cínicos de los ochenta y a oleadas de emigración y descontento. Por supuesto, el sistema siempre tuvo a sus partidarios, particularmente después de que algunos gobiernos de Europa del Este empezaran a pedir prestadas grandes cantidades de dinero a bancos occidentales para mantener los elevados niveles de consumo. Sus beneficiarios siguieron defendiéndolo de boquilla, y quienes se habían beneficiado de las políticas de ascenso social siguieron avanzando dentro de la burocracia. Aunque algunos europeos del Este sintieron más adelante nostalgia por las ideas comunistas y su idealismo, cabe destacar que ningún partido político posterior a 1989 intentó jamás restaurar la economía comunista. Al final, la brecha abierta entre la realidad y la ideología conllevó que los partidos comunistas terminaran soltando consignas vacías que ellos mismos sabían que no tenían ningún sentido. Como el filósofo Roger Scruton argumenta, el marxismo se arropó hasta tal punto en lo que Orwell llamó «neolengua» que ya no pudo ser rebatido: «Los hechos ya no se correspondían con la teoría, que se elevaba por encima de los hechos en nubes de sinsentido, casi como un sistema teológico. Lo que importaba no era creer la teoría, sino repetirla como un ritual y de manera que tanto la creencia como la duda fueran irrelevantes. […] De ese modo, el concepto de verdad desaparecía del paisaje intelectual, y se sustituía por el de poder[2]». Sin embargo, una vez que fueron incapaces de distinguir la verdad de la ficción ideológica, tampoco fueron capaces de solucionar ni de tan solo describir los problemas económicos y sociales cada vez más graves de las sociedades que gobernaban. Con el tiempo, algunos opositores políticos a los regímenes comunistas llegaron a entender esas debilidades inherentes al totalitarismo de corte soviético. En su brillante ensayo de1978, El poder de los sin poder, el disidente checo Václav Havel instó a sus compatriotas a aprovecharse de la obsesión de sus dirigentes con el control absoluto. Havel escribió que si el Estado quería monopolizar todas las esferas de la actividad humana, entonces cada ciudadano pensante debería trabajar para crear alternativas. Pidió a sus compatriotas que conservaran la «vida independiente de la sociedad», que según su definición incluía «desde el autodidactismo y la reflexión independiente, a través de la libre creación cultural y su divulgación, hasta las más diversas y libres tomas de postura, incluida la autoorganización social independiente[3]». También los animó a descartar la jerga falsa y carente de sentido y a «vivir en la verdad»; en otras palabras, a hablar y actuar como si el régimen no existiera. A su debido tiempo, algunas versiones de esa «vida independiente de la sociedad» —«sociedad civil»— empezaron a florecer de muchas formas poco usuales. Los checos formaron grupos de jazz, los húngaros se apuntaron a clubes de debate intelectual, los alemanes del Este crearon un movimiento pacifista «no oficial». Los polacos organizaron tropas scout clandestinas y, con el tiempo, sindicatos independientes. En todas partes, la gente tocaba música rock, organizaba lecturas de poesía, montaba negocios clandestinos, creaba seminarios de poesía clandestinos, vendía carne del mercado negro e iba a la iglesia. En otra clase de sociedad, esas actividades se habrían considerado apolíticas, y ni siquiera en Europa del Este constituyeron necesariamente una «oposición», ni tan solo pasiva. Sin embargo, sí que supusieron un problema fundamental —y sin respuesta— para los regímenes que se esforzaban, en palabras de Mussolini, por «abarcarlo todo». «No se puede hacer una tortilla sin romper huevos[4].» Ese sombrío lema, en ocasiones atribuido erróneamente a Stalin, resume la visión del mundo de los hombres y las mujeres que construyeron el comunismo y que creyeron que sus elevados objetivos justificaban el sacrificio humano. Sin embargo, cuando por fin la tortilla empieza a deshacerse —o, más precisamente, cuando se hace evidente que la tortilla nunca se cocinó—, ¿cómo se vuelven a juntar los huevos? ¿Cómo se privatizan cientos de compañías estatales? ¿Cómo se vuelven a crear las organizaciones sociales y religiosas disueltas tiempo atrás? ¿Cómo se consigue que una sociedad que se ha vuelto pasiva tras años de dictadura vuelva a activarse? ¿Cómo se hace para que la gente deje de utilizar una jerga y hable con claridad? Aunque suele utilizarse a modo de explicación sucinta del proceso, la palabra «democratización» no se ajusta realmente a los cambios que tuvieron lugar —de manera desigual y vacilante, más rápidos en algunos lugares, y mucho más lentos en otros— en la Europa poscomunista y en la antigua URSS después de 1989. La democratización tampoco alcanza a definir la clase de cambios que tienen que darse en otras sociedades posrevolucionarias de todo el mundo. Muchos de los peores dictadores del siglo XX se mantuvieron en el poder utilizando los métodos descritos en este libro, y de manera consciente. El Irak de Sadam Husein y la Libia de Muamar Gadafi adoptaron elementos del sistema soviético, como una fuerza policial secreta al estilo soviético, con ayuda directa soviética y de Alemania del Este. Los regímenes chino, egipcio, sirio, angolano, cubano y norcoreano, entre otros, han recibido consejo y formación soviética en distintas ocasiones[5]. Sin embargo, muchos no necesitaron un consejo explícito para imitar el instinto de la Unión Soviética de controlar las instituciones económicas, sociales, culturales, legales y educativas, además de la oposición política. Hasta 1989, el dominio de la Unión Soviética sobre Europa del Este parecía un modelo excelente para los aspirantes a dictador. Sin embargo, el totalitarismo nunca funcionó como se suponía que debía hacerlo en Europa del Este, ni en ningún otro lugar. Ninguno de los regímenes estalinistas consiguió lavarle el cerebro a toda la población y eliminar así el disentimiento para siempre, y tampoco lo lograron los pupilos de Stalin ni los amigos de Brézhnev en Asia, África o Latinoamérica. Sin embargo, esos regímenes pueden causar, y causaron, un daño enorme. En su afán de poder, los bolcheviques, sus acólitos de Europa del Este y sus imitadores de otros lugares atacaron no solo a sus oponentes políticos, sino también a campesinos, sacerdotes, maestros de escuela, comerciantes, periodistas, escritores, pequeños empresarios, estudiantes y artistas, además de las instituciones que esas personas habían creado y mantenido durante siglos. Dañaron, perjudicaron y en ocasiones eliminaron iglesias, periódicos, sociedades literarias y de enseñanza, empresas y tiendas, mercados bursátiles, bancos, clubes deportivos y universidades. Su éxito descubre una verdad desagradable sobre la naturaleza humana: si la gente suficiente se muestra lo bastante decidida, y se está respaldada por la fuerza y los recursos adecuados, entonces podrá destruir instituciones legales, políticas, educativas y religiosas antiguas y aparentemente permanentes, en ocasiones para siempre. Y si la sociedad civil pudo resultar dañada de manera tan profunda en naciones tan distintas, tan ricas desde el punto de vista cultural e histórico como las que constituían Europa del Este, entonces puede resultar dañada en cualquier otra parte del mundo. En realidad, la historia de la estalinización después de la guerra demuestra lo frágil que puede llegar a ser la civilización. Como resultado de ese daño a la civilización, los países poscomunistas requirieron mucho más que las meras instituciones de la «democracia» — elecciones, campañas políticas y partidos políticos— para funcionar nuevamente como sociedades liberales. También tuvieron que crear, o recrear, medios de comunicación independientes, empresas privadas y un sistema legal adecuado, un sistema educativo libre de propaganda y una administración pública en la que los ascensos fueran fruto del talento y no de la corrección ideológica. Los estados poscomunistas a los que les fue mejor son aquellos que consiguieron preservar algunos elementos de la sociedad civil durante el período comunista. Y no fue por casualidad. Una vez más, merece la pena recordar la historia de la Liga de Mujeres Polacas. En 1989, la organización estaba acabada a nivel nacional. A principios de la década de1990 se hundió más o menos por completo: nadie necesitaba un grupo de mujeres que ofrecía propaganda de un partido que había dejado de existir. Sin embargo, a finales de la misma década, de nuevo en la ciudad de Łódz, un grupo de mujeres de la zona decidieron que algunas de las funciones que, en sus inicios, la liga se había propuesto cumplir seguían siendo necesarias. Así pues, volvió a agruparse, a organizarse y a fundarse —ahora por tercera vez— como una organización independiente. Como en 1945, sus dirigentes identificaron una serie de problemas que nadie parecía capaz de solucionar, de modo que se propusieron hacerles frente. Inicialmente, la liga ofreció asesoramiento legal gratuito a las mujeres que no podían permitírselo. Más adelante amplió su ayuda a las mujeres desempleadas; ofreció formación laboral, asesoramiento y servicios a las mujeres solteras con hijos, así como medios para tratar el alcoholismo y la drogadicción. En Navidad, la liga empezó a organizar celebraciones para la gente sin hogar de Łódz. Su página web muestra un lema muy claro: «Si tienes un problema, acude a nosotros, te ayudaremos o te indicaremos la dirección adecuada[6]». Ahora es una organización mucho más pequeña, pero sigue manteniendo su carácter benéfico, igual que en el pasado. En parte, la Liga de Mujeres Polacas tuvo éxito porque sus dirigentes, como otros en Polonia, estuvieron dispuestas a copiar los modelos de Europa occidental. Aunque nunca habían trabajado para una institución benéfica o sin ánimo de lucro, las dirigentes de la liga sabían lo que eran esas personas jurídicas. En ese momento la legislación polaca admitió su existencia, y la clase política polaca les dio la bienvenida, al igual que aceptó también las escuelas independientes, las empresas privadas y los partidos políticos. Eso hizo que Polonia fuera diferente de Rusia, donde la hostilidad hacia las organizaciones independientes sigue siendo fuerte una generación después del fracaso de la Unión Soviética, y donde el entorno legal sigue sin favorecer su formación ni su financiación. Para la élite política rusa, las organizaciones benéficas independientes, los grupos de apoyo a la comunidad y las organizaciones no gubernamentales de cualquier clase siguen siendo sospechosas por definición, por lo que utiliza medios legales y extralegales para contenerlas[7]. En Polonia, el marco legal no solo se adaptó a la existencia de las organizaciones independientes, sino que también les permitió recaudar fondos. Al principio, la Liga de Mujeres Polacas había solicitado dinero al gobierno para desarrollar sus proyectos porque era así como se habían financiado en el pasado. En una época de reestructuración económica, su éxito fue mínimo. Sin embargo, Łódz es una ciudad de fábricas textiles, y las fábricas textiles emplean a mujeres. La Liga de Mujeres se dirigió a los propietarios de las nuevas fábricas y convenció a algunos de ellos para que las ayudaran. Entonces empezaron a recibir donaciones y la organización pudo seguir adelante. En 2006, diecisiete años después de la caída del comunismo, la Liga de Mujeres de Łódz se registró como una organización benéfica privada. Resultó que la Liga de Mujeres Polacas moderna no solo necesitaba voluntarios patrióticos y enérgicos, sino también un sistema legal intacto, un sistema económico en funcionamiento y un sistema político democrático para prosperar. Parte de la energía y la iniciativa para iniciar esos proyectos procedía de la fuerte conciencia de la historia comunista y precomunista de la organización. Una de las nuevas dirigentes, Janina Miziołek, de pequeña había pasado un tiempo en uno de los refugios que la Liga de Mujeres creó en las estaciones de tren. Otras integrantes que habían participado activamente en la liga durante el período comunista intentaron rescatar algo útil de la organización: si pudieran apartar la política, me dijeron algunas de ellas, entonces tal vez podrían hacer algo útil. Recordaban lo que había salido mal y estaban ansiosas por arreglarlo. Las mujeres de Łódz estuvieron claramente motivadas por la historia, aunque no por la historia como a veces la usan o abusan de ella los políticos. Se inspiraron, no en celebraciones patrocinadas por el Estado, ni en tragedias del pasado ni en programas nacionales de reeducación patriótica, sino más bien en historias que recordaban, o en historias que conocían a través de alguien que las había vivido. Encontraron motivación en la historia de una institución en particular, en un lugar en particular y en un momento en particular. Lo que sucedió en Łódz se puede aplicar a todos los lugares del mundo poscomunista y postotalitario. Antes de que una nación pueda ser reconstruida, primero sus ciudadanos tienen que entender cómo se destruyó: cómo se debilitaron sus instituciones, cómo se pervirtió su lenguaje, cómo se manipuló a su gente. Tienen que conocer los detalles concretos, no las teorías generales, y han de escuchar las historias individuales, y no las generalizaciones que se hacen sobre las masas. Es necesario que entiendan lo que motivó a sus predecesores, que los vean como a gente real y no como a caricaturas en blanco y negro, víctimas o villanos. Solo entonces es posible empezar, lentamente, a reconstruir.

mar 16 2018 ∞
mar 16 2018 +