Nada contribuye tanto a mi fastidio como las palabras sociales sobre la moral. Ya la palabra "deber" me resulta tan desagradable como un intruso. Pero los términos "deber cívico", "solidaridad", "humanitarismo" y otros de la misma calaña me repugnan como desperdicios que sobre mí arrojasen desde las ventanas. Me siento ofendido con la suposición, que alguien acaso tenga, de que esas expresiones alguna cosa puedan tener conmigo, de que yo pueda encontrarles ya no algún valor sino ni siquiera algún sentido. [...] No puedo considerar a la humanidad sino como una de las últimas escuelas de pintura decorativa de la Naturaleza. En lo fundamental, no distingo a un hombre de un árbol; y, desde luego, prefiero aquello que decore más, lo que más pueda interesar a mis ojos pensantes. Si el árbol me interesa más, me duele más que corten un árbol que el que un hombre muera. Hay finales de ocaso que me duelen más que la muerte de un niño.
[...] Recuerdo, con tristeza irónica, una manifestación obrera, hecha no sé con qué sinceridad (pues me cuesta siempre admitir sinceridad en las cosas colectivas, dado que es el individuo, a solas con uno mismo, el único que siente). Era un grupo compacto y aislado de estúpidos animados, que pasó gritando cosas varias ante mi indiferencia de persona ajena. Tuve súbitamente náuseas. [...] ¡Qué mal conjunto! ¡Qué falta de humanidad y de dolor! Eran reales y no obstante increíbles. Nadie podría hacer con ellos un cuadro de novela, el escenario de una descripción. Pasaban como basura por un río, en el río de la vida.
[...] Mi deseo es huir. Huir de lo que conozco, huir de lo que es mío, huir de lo que amo. Deseo partir, no a las Indias imposibles, ni a las grandes islas del Sur de todo, sino a un lugar cualquiera, aldea o páramo, que sea sobre todo el no ser este lugar. No quiero ver nunca más estos rostros, estos hábitos y estos días. Quiero descansar, ajeno a todo, de mi fingimiento orgánico. Una barraca junto al mar, incluso una cueva en un rugoso desnivel de una sierra, puede darme esto. Infelizmente, sólo mi voluntad no puede dármelo. [...] ¿me atrevería a irme a esa barraca o cueva, sabiendo, por vía de conocimiento, que, ya que la monotonía es de mí mismo, habría de tenerla siempre conmigo? Yo mismo, que me ahogo donde estoy y por estar, ¿dónde respiraría mejor, si la enfermedad reside en mis pulmones y no en las cosas que me rodean?
[...] Pero me dan vergüenza los rituales, los símbolos de comprar cosas en la calle. Podrían no envolverme bien los plátanos, no vendérmelos como debieran ser vendidos por no saber yo comprarlos como debieran ser comprados. Podrían extrañar mi voz al preguntar yo el precio. Más vale escribir que pretender vivir, aunque vivir no sea más que comprar plátanos al sol mientras el sol dure y haya plátanos que vender.
Sólo una cosa me maravilla más que la estupidez con la que la mayoría de hombres vive su vida, y es la inteligencia que hay en esa estupidez.