"La llevaba tan incrustada en la conciencia, que, al parecer, me pasé el primer año de colegio convencido de que todas y cada una de mis profesoras eran mi madre disfrazada. Echaba a correr en cuanto sonaba el timbre de salida, e iba todo el camino preguntándome si llegaría a casa con tiempo para pillar a mi madre antes de que volviera a transformarse. Pero siempre, invariablemente, la encontraba ya en la cocina, poniéndome el vaso de leche con galletas. Su proeza, sin embargo, en lugar de empujarme a renunciar al engaño, lo que hacía era intensificar el respeto que me inspiraban sus poderes. Y, también, el hecho de no sorprenderla entre encarnación y encarnación venía a suponer un alivio, de todas formas, aunque yo nunca cejara en el intento. Me constaba que mi padre y mi hermana no estaban al cabo de la calle en lo tocante a la verdadera naturaleza de mi madre, y que la carga de culpabilidad que, imaginaba yo, me iba a caer sobre los hombros en caso de que alguna vez la pillase descuidada era más de lo que estaba dispuesto a aguantar a mis cinco años. Llegué incluso a temer, creo, que alguien no tendría más remedio que desembarazarse de mí si alguna vez llegaba a verla entrar volando por la ventana del dormitorio, directamente desde el colegio, o salir —miembro por miembro— del estado de invisibilidad, para ponerse el delantal. Ni que decir tiene que cuando me pedía que le describiese con todo detalle mi día preescolar, lo hacía escrupulosamente. No pretendía comprender su ubicuidad en todo su alcance, pero había algo indiscutible: la cosa estaba relacionada con su deseo de saber cómo me portaba yo, qué clase de niño era cuando creía que mi madre no estaba delante. Una consecuencia de esta fantasía, que perduró (en esta forma concreta) hasta el primer grado, fue que, ante el convencimiento de que no tenía elección, me hice honrado." [...]
"Mire, le parecerá exagerado, pero es un milagro, prácticamente, que yo siga pudiendo andar por mi propio pie. ¡Cuánta histeria, cuánta superstición! ¡Cuánto ándate con ojo, cuánto cuidado! No hagas esto, no hagas lo otro, contrólate. ¡No!¡Estás quebrantando una ley muy importante! ¿Qué ley? ¿La ley de quién? No tenían el menor sentido de lo humano, podrían haber llevado placas redondas en los labios y anillas en la nariz y andar por ahí pintados de azul, que habría dado igual. Bueno y, además, los milchiks y los fleishiks, todas esas normas y regulaciones meshuggeneh, encima de sus propias demencias personales. Es un chiste familiar, el día en que estaba yo mirando una tormenta de nieve, por la ventana, de muy pequeñito, y pregunté, muy ilusionado: «Mamá, ¿nosotros creemos en el invierno?» ¿Se da usted cuenta de lo que le estoy diciendo? A mí me crió una panda de hotentotes y de zulúes. Ni se me pasaba por la cabeza que se pudiera uno beber un vaso de leche con el sándwich de salami sin ofender a Dios Todopoderoso. Imagínese, entonces, las broncas que no me echaría la conciencia, cuando empezó lo de las pajas. El sentido de culpabilidad, los temores. ¡Se me metió el terror en los tuétanos! ¿Qué había en su mundo, el de mi madre y mi padre, que no estuviera cargado de peligro, chorreando gérmenes, lleno de riesgo? ¿Para cuándo dejaban el entusiasmo, la osadía, el valor? ¿Quién había transmitido a mis padres semejante sentido de la vida, tan timorato?"
"La mitad del recorrido por el túnel se me va en bajarme silenciosamente la cremallera... Y hela aquí de nuevo, hela cómo se levanta de un empujón, tan túmida como siempre, a punto de reventar por sus propias exigencias, como un idiota macrocéfalo que hace desgraciados a sus padres con sus insaciables necesidades de mentecato."
"Hazme una paja", me dice este monstruo sedeño. "¿Aquí? ¿Ahora?" [...]
Pero ¿cómo demostrarle que no tiene razón, a una ***** empalmada? Ven der putz shteht, ligt der sechel in drerd. ¿Conoce usted este famoso proverbio? Cuando la pija se levanta, la sesera se rebaja. Cuando la pija se levanta, la sesera no vale para nada. ¡Y qué verdad! Se alza en el aire y se mete, como un perro saltando por el aro, en el brazalete de índice, corazón y pulgar que tengo preparado al efecto. Una manualidad para tres dedos que ejecuto mediante sacudidas de uno o dos centímetros, empujando hacia arriba desde la base; es el mejor procedimiento, habida cuenta de que estamos en un autobús: cabe esperar que, así, mi cazadora de zylon reduzca al mínimo sus meneos y brincos. Ni que decir tiene que semejante técnica trae consigo la renuncia a lo más sensible, que es la punta, pero ya se sabe que, en muchas de sus partes, la vida es sacrificio y autocontrol; eso es algo que ni siquiera un demonio del sexo puede permitirse el lujo de ignorar."