Sauce ciego, mujer dormida
- La novia de mi mejor amigo dibujó una colina. En la cima había una casita. Dentro de la casita había une mujer durmiendo. Alrededor de la casa crecían los sauces ciegos. Y eran estos los que le provocaban el sueño.- ¿Y qué diablos son los sauces ciegos? -preguntó mi amigo.- Pues esos árboles de ahí.- Jamás he oído hablar de ellos.- Es que me los he inventado yo -sonrió ella-. Los sauces ciegos tienen un polen muy fuerte, y cuando unas pequeñas moscas portadoras de ese polen penetran en el oído de una mujer, ésta se queda dormida. Los sauces ciegos parecen pequeños, pero sus raíces son terriblemente profundas -explicó ella-. De hecho, cuando llegan a determinada edad, los sauces ciegos dejan de crecer hacia arriba y empiezan a extenderse hacia abajo. Como si se nutrieran de las tinieblas. - Entonces, las moscas transportan el polen, penetran en el oído de la mujer y la duermen, ¿no? -dijo mi amigo- ¿Y qué hacen luego esas moscas? - Se quedan dentro del cuerpo de la mujer y van comiéndose su carne, claro -explicó ella.
La tragedia en la mina de carbón de Nueva York
- Veintisiete, veintiocho, veintinueve años... Una edad poco adecuada para morir. Los poetas mueren a los veintiún años; los revolucionario y las estrellas de rock, a los veinticuatro. Una vez superada esa edad parece que, de momento, estés a salvo. Como mínimo, eso es lo que presupone la mayoría de la gente. Ya has dejado atrás la legendaria curva fatídica, ya has cruzado el túnel lúgubre y oscuro. Tienes por delante una recta autopista de seis carriles por la que (aunque no apetezca demasiado) puedes volar hacia tu destino. Te cortas el pelo, te afeitas todas las mañanas. Ya no eres poeta, ni revolucionario, ni estrella de rock. Ya no duermes la borrachera dentro de una cabina telefónica, ni bebes hasta perder el sentido, ni escuchas ningún LP de The Doors a todo volumen a las cuatro de la madrugada. Has suscrito un seguro de vida por conveniencia, has empezado a beber en los bares de los hoteles, desgravas de los impuestos la factura del dentista. Porque tú ya tienes veintiocho años.
- En un mundo bueno no hay buena música. En un mundo bueno, el aire no vibra.
Avión... o cómo hablaba él a solas como si recitara un poema
- Ya daba la impresión de que ella hubiera levantado una esquina del mundo y de que en ese momento estuviese desembrollando, poco a poco, sus hilos. Y lo hacía de forma mecánica, con gran apatía, como si fuera consciente de que aquello le llevaría tiempo, pero de que debía desenredarlos bien, desde el principio.
- Sus encuentros sexuales eran siempre silenciosos y tranquilos. Estaban destrovistos, en cierto sentido textual del término, de placer carnal. Mentiríamos si hablásemos de un acto sexual falto de placer carnal, claro está. Pero allí se entremezclaban demasiadas ideas distintas, demasiados elementos, demasiados estilos. Era diferente del sexo que él había practicado hasta entonces. Le recordaba un pequeño cuarto. Un cuarto agradable, pulcro y ordenado, acogedor. Del techo colgaban hilos de colores. Cada uno tenía una forma distinta, una longitud diferente. Todos le invitaban al placer, lo excitaban. Deseaba tirar de uno. Todos los hilos aguardaban a que él tirara de ellos. Pero él no sabía del cuál tirar. Todos le daban la sensación de que, al tirar de cualquiera de ellos, una visión fantástica se abriría ante sus ojos y, a la vez, le habían pensar que todo podía perderse en un instante. Y eso le sumía en una gran confusión. Y, mientras dudaba, los días llegaban a su fin.
- Mientras tanto, con la mejilla apoyada en la palma de la mano, él contemplaba las largas pestañas de la mujer. Ella parpadeaba, a intervalos irregulares, una vez cada tantos segundos. Contemplando sus pestañas -aquellas pestañas que poco antes habían estado anegadas en lágrimas-, se preguntó una vez más: "¿Qué sentido tiene acostarme con ella??". Le asaltó un extraño sentido de pérdida, como si una parte de un complejo sistema se hubiera convertido en algo terriblemente simple. "Si sigo así, quizá ya no vuelva a ser capaz de ir a ninguna parte", pensó. Y se sintió paralizado por el terror. Tuvo la sensación de que su propio yo iba a deshacerse. Sí, él era joven como el barro recién formado y hablaba a solas como si recitara un poema.